lunes, 2 de noviembre de 2009

POEMÚSICA


El lunes por la mañana, ante la clase silenciosa del señor Keating, Knox Overstreet fue el primero en leer el poema que había compuesto.


Para Chris: Dulzura de sus ojos de zafiro reflejos de su cabello de oro mi corazón sucumbe a su imperio feliz de saber que ella... que ella respira.


Knox bajó su hoja de papel. —Lo siento, mi Capitán —dijo, volviéndose lastimosamente a su pupitre—. Resulta verdaderamente idiota.


—No, es perfecto, al contrario, Knox. Lo que Knox acaba de poner de manifiesto —siguió Keating dirigiéndose a toda la clase—, es de una importancia capital: en poesía, como en cualquier empresa, consagren todo su ardor a las cosas esenciales de la vida; al amor, la belleza, la verdad, la justicia.


Caminaba entre ellos a largas zancadas, volviendo la cabeza a una y otra fila, con las piernas ligeramente separadas como las patas de un compás que estuviese tomándole la medida al aula.


—Y no limiten la poesía sólo al lenguaje. La poesía está presente en la música, en la fotografía, incluso en el arte culinario; dondequiera que se trata de penetrar la opacidad de las cosas para hacer que brote su esencia ante nuestros ojos. Dondequiera que algo esté en juego, ahí se produce la revelación del mundo. La poesía puede estar oculta en los objetos o las acciones más cotidianas, pero nunca, nunca debe ser común.


Escriban un poema sobre el color del cielo, sobre la sonrisa de una muchacha si les apetece, pero que se sienta en sus versos el día de la Creación, el Juicio Final y la eternidad. Todo me parece bien, por poco que ese poema nos dé alegría, por poco que levante un poco el velo que hay sobre el mundo y nos dé un estremecimiento de inmortalidad.

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